Hay constancia del
empleo de la arcilla desde hace milenios, en todas las épocas y continentes,
para curar todo tipo de enfermedades, heridas, afecciones de la piel y
problemas inflamatorios. Los hombres probablemente imitaron a los animales, que
buscan en el barro arcilloso el remedio a sus males. Si bien dejó de utilizarse
de manera habitual en el siglo XIX, con la incorporación a la vida cotidiana de
los progresos de la química, ya desde la Edad Media fue perdiéndose en
Occidente el prestigio terapéutico de la arcilla, menospreciada por la Iglesia.
La arcilla se
encuentra en forma de yacimientos explotados casi siempre a cielo
abierto. La veta de arcilla se saca a la luz y se limpia, se selecciona y
analiza y se transporta a un área de secado con suelo de hormigón donde se
extiende al sol, forma de secado natural que permite almacenar aún más energía
de los rayos solares. Luego se selecciona manualmente, se eliminan impurezas
residuales y se tritura para obtener una granulación homogénea de la arcilla,
de disolución rápida, y utilizada para uso externo.
El naturópata francés
Raymond Dextreit afirma que la arcilla es una sustancia viva que actúa con
discernimiento y frena la proliferación de cuerpos parasitarios, microbios o
bacterias patógenas, a la vez que favorece la reconstitución celular sana.
Tomada por vía oral, la arcilla provoca un efecto
multilateral. Su intensa actividad elimina y destruye las células enfermas y
activa la reconstrucción de otras sanas, actúa como agente depurador que
elimina toda clase de sustancias nocivas.
Tiene efecto sedante, relajante y curativo en
el tratamiento de las inflamaciones intestinales, amébicas y otras disenterías,
su actividad no sólo cura trastornos leves como diarrea y estreñimiento, sino
que influye sobre todos los órganos y sobre la totalidad del organismo.
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